Exhortación Pastoral del Arzobispo Metropolitano a toda la Iglesia Arquidiocesana de Piura y Tumbes
con ocasión de la Solemnidad de la Natividad del Señor Jesús
“La Navidad del Jubileo de la
Misericordia”
Lunes, 14 diciembre 2015
Magazine Norteño
Muy amados hermanos y hermanas en Jesús,
el Divino Niño de Belén:
Se aproxima la Navidad, la
fiesta de la ternura del Dios-con-nosotros. Fiesta que nos pide dejar de lado el
bullicio del mundo que con sus compras y ventas, preocupaciones y trajines, quiere
apoderarse de nosotros estos días. Fiesta que más bien nos invita a recogernos
en familia y en oración para contemplar con asombro el admirable intercambio que
se realiza en el misterio de la Encarnación - Nacimiento del Verbo eterno: Dios
que se hace hombre y el hombre que es elevado a Dios. ¡El hombre no puede subir a Dios, si Dios no baja a buscarlo!
La fiesta de la Navidad no es sólo el recuerdo
emotivo de un hecho histórico que ocurrió. La Navidad es ante todola celebración presente y
real por el milagro de la liturgia, del acontecimiento central de la historia
de la humanidad: El Señor Jesús, el Verbo eterno del Padre, el Hijo de Santa
María la Virgen, ha venido al mundo y viene sin cesar al corazón humano y a
nuestra historia para elevarnos hasta el Padre con la potencia de su Espíritu.
En la Misa de Navidad, con
especial emoción y fe rezaremos el Credo y de rodillas confesaremos adorando
que, “por nosotros los hombres y por
nuestra salvación (el Verbo de Dios) bajó del cielo, y por obra del Espíritu
Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre”. Sí hermanos: La Palabra se encarnó para
salvarnos reconciliándonos con el Padre; para que nosotros conociésemos el amor
de Dios; para ser nuestro modelo de santidad, y “para hacernos partícipes de la naturaleza divina (2 Pe 1, 4) y así
nosotros recibir de Él el don de ser hijos en el Hijo.
En
Navidad pensemos y oremos por nuestros hermanos perseguidos, refugiados y
martirizados por su fe en Cristo
“Y mientras estaban allí (en Belén), le llegó el tiempo del
parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en
un pesebre, porque no tenían sitio en la posada”
A las conmovedoras palabras que describen el
nacimiento del “Rey de reyes” de Santa María la Virgen en compañía de San José,
su castísimo esposo, se une la dolorosa explicación del
porqué del nacimiento del Señor en un establo, en un ambiente tan poco acogedor
y hasta podríamos decir indigno: “No
tenían sitio en la posada”.
La meditación de estas
palabras de San Lucas encuentran en el Prólogo de San Juan un paralelismo
dramático y explicativo: “Vino a su casa
y los suyos no lo recibieron”
No hay sitio para el
Salvador del mundo, para aquel en vistas del cual todo fue creado (ver Col 1,
16). Es revelador que Aquel que fue crucificado fuera de las puertas de la
ciudad (ver Hb 13, 12) nació también fuera de sus murallas. La Navidad, fiesta
de la alegría salvífica, presenta ya en su trasfondo la sombra de la Cruz. El
Niño que nace viene a dar su vida en rescate por la nuestra, viene a sufrir
para expiar nuestros pecados. Desde su nacimiento Jesús envuelto y ceñido en
pañales y acostado en un pesebre, lugar donde comen los animales, se nos
presenta como el inmolado, como el sacrificado, como el verdadero alimento que
el hombre necesita para tener vida eterna.
Ante estas imágenes tan sugerentes, ¿cómo no
recordar en Navidad en nuestras oraciones y caridad fraterna, a nuestros
hermanos perseguidos, refugiados y martirizados en varias partes del mundo,
especialmente en Oriente Medio y África, por el solo crimen de profesar su fe en Jesucristo como
su Salvador? Por ello con el Papa Francisco le decimos al Señor Jesús en el día
santo de su Natividad: “En Ti, Divino
Amor, vemos también hoy a nuestros hermanos perseguidos, decapitados y
crucificados por su fe en Ti, ante nuestros ojos a menudo con nuestro silencio
cómplice”
Les pido que en su
oración personal, familiar y comunitaria durante la Navidad y el Año Nuevo,
encomendemos especialmente a estos hermanos nuestros muy cercanos en la fe,
aunque vivan en zonas geográficas muy distantes de nosotros.
Pidamos para que el Niño
Dios y Su Madre Santísima, junto con San José, extiendan sus mantos sobre
ellos, los protejan de todo mal, fortalezcan su esperanza, y los hagan fuertes
en la fe. ¡Tengamos fe en el poder de la
Cruz de Cristo! La llama del Amor quema y consume el mal y obtiene también
del pecado un multiforme florecimiento de bien. Esta es la esperanza que
sostiene a nuestros hermanos perseguidos y la que siempre debe sostenernos a
nosotros.
Igualmente y como nos enseñó Jesús (ver Mt 4,
43-48; Lc 23, 34), recemos también por sus perseguidores, por su conversión del
mal y del dolor que están causando. Así lo hizo San Esteban, el primer mártir
cristiano cuya fiesta celebramos al día
siguiente de Navidad. Esteban murió como Cristo, con la magnanimidad cristiana
del perdón y de la oración por los enemigos (ver Hch 7, 60). Así también lo
están haciendo nuestros hermanos mártires.
La Navidad del Jubileo de la
Misericordia
El 8 de diciembre pasado, solemnidad
de la Inmaculada Concepción, hemos comenzado a vivir con el Papa Francisco y
con toda la Iglesia universal, el Jubileo de la Misericordia, que con el lema “Misericordiosos como el Padre”, busca
que abramos el corazón a cuantos viven en las más contradictorias periferias
existenciales, que con frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea. Y es verdad: “¡Cuántas situaciones de precariedad y sufrimiento existen en el mundo
hoy! Cuántas heridas sellan la carne de muchos que no tienen voz porque su
grito se ha debilitado y silenciado a causa de la indiferencia de los pueblos
ricos. En este Jubileo la Iglesia será llamada a curar aún más estas heridas, a
aliviarlas con el óleo de la consolación, a vendarlas con la misericordia y a
curarlas con la solidaridad y la debida atención”
La
Navidad es ocasión preciosa para redescubrir, acoger e irradiar la
misericordia, porque Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre. La
misericordia se ha vuelto viva, visible y ha alcanzado su culmen en Jesús de Nazaret. Él con su palabra, con sus gestos
y con toda su persona revela la misericordia de Dios. Quien lo ve a Él, ve al
Padre
Podemos decir sin vacilaciones que el Señor Jesús es la encarnación de la
misericordia y que nos exige a nosotros sus discípulos dejarnos guiar por ella.
Esta exigencia forma parte del núcleo del mensaje evangélico: “Bienaventurados los misericordiosos, porque
ellos alcanzarán misericordia”
Este mundo contemporáneo
a la vez poderoso y débil, capaz de lo mejor y lo peor, que aspira a vivir en paz,
libertad, progreso, igualdad y fraternidad, pero que parece más bien estar sumido
en la guerra, la esclavitud, la dimisión de lo humano, la injusticia y el odio;
prisionero de fuerzas negativas como el rencor, el odio e incluso la crueldad demencial
terrorista; que vive en el ocaso de los valores fundamentales como el respeto a
la vida humana desde el momento de la concepción hasta su fin natural, el
respeto al matrimonio entre un varón y una mujer en su unidad indisoluble y a
la estabilidad de la familia, necesita urgentemente de la misericordia infinita
que le trae el Niño Dios.
Misericordia que todo lo transforma, recrea, sana,
une, reconcilia, salva, perdona y libera. No hay fuerza más unificante y
elevante que el Amor, cuya cara más auténtica es la misericordia. Sin la
misericordia de Dios manifestada en Cristo Jesús, no hay
posibilidad de vida nueva porque sólo ella nos libra de nuestro pecado que es
la fuente de todas las esclavitudes. Sin misericordia en nuestras relaciones
sociales no hay posibilidad de auténtica fraternidad. Nuestro mundo sólo será
más humano en la medida en que nosotros seamos más misericordiosos los unos con
los otros. La justicia sola no alcanza para construir la ansiada “Civilización
del Amor”. En particular, los exhorto a
que vivamos la misericordia con todos aquellos que sufrirán como consecuencia
del próximo Fenómeno del Niño.
Que María, Madre de la
Misericordia hecha carne, Jesucristo nuestro Señor, nos acompañe en la Navidad
y en este Año Santo, para que todos podamos redescubrir la alegría de la ternura
de Dios. Que Ella no se canse de volver a nosotros “esos sus ojos misericordiosos”, como le suplicamos en la oración
de La Salve, y nos haga capaces de contemplar el rostro de la misericordia, su
Hijo Jesús, que yace en sus brazos y que llora en su regazo sobre todo por
nuestra dureza de corazón, por nuestra falta de conversión y de amor fraterno;
por la falta de paz en el mundo. A todos les deseo una muy Santa y Feliz
Navidad y un Año Nuevo lleno de las bendiciones del Señor.
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